Sunday, March 13, 2016

Robar libros en tiempos de herejes



Los libros tuvieron una gran importancia y sabemos que eran considerados extremadamente valiosos en la época medieval, incluso en los momentos más oscuros, como pudo ser Hispania en el siglo V d. JC, entre el fin del Imperio de Roma y el reino visigodo de Toledo. Javier Arce (2005: Bárbaros y romanos en Hispania, 400-507) aporta un testimonio que se ha llegado a conocer en época relativamente reciente, la Epistula XI de Consencio a San Agustín, de 419. Este texto es útil también para documentar la importancia y continuidad de las relaciones entre Hispania y Africa, dos regiones de lengua latina e interesante producción escrita. San Agustín estaba muy interesado en la herejía priscilianista, contra la que, en 420, escribió su tratado Contra mendacium. Consencio, un cristiano laico de las Baleares (no confundir con el gramático galo-romano Publio Consencio), había mantenido ya una correspondencia regular con el obispo de Hipona. Esta carta añade datos de interés para las relaciones literarias entre ambos, en este caso bibliográficas, específicamente. 
San Agustín
Los priscilianistas habían podido desarrollar sus tesis independientemente de la llegada de los suevos y los vándalos asdingos a la Gallaecia y la Lusitania en 411 y esa doctrina se había extendido hasta la Tarraconense y la Galia. Los autores tradicionales ven el movimiento desde el punto de vista religioso, en relación con las herejías gnósticas y el maniqueísmo (de ahí el interés de San Agustín), mientras que, en la historiografía más reciente, sin que hayan faltado los nacionalistas que hayan creído ver en el movimiento la manifestación de una mítica “alma gallega”, se observa un mayor interés por las posturas de ascetismo y de reivindicación social o, incluso, de lucha de clases. 
El contexto, independientemente de la importancia que alcanzó en ese momento el priscilianismo, es muy interesante, porque nos da una idea muy clara de cómo eran las comunicaciones en aquella época. 
Consencio vivía en las Islas Baleares, frecuentemente comunicadas con la provincia de Africa por barcos mercantes, en los que emisarios especiales se ocupaban del correo. El viaje podía ser de una semana, lo que indica la frecuencia y facilidad posible de los contactos epistolares. La historia tiene su complejidad, porque se mezclan en ella la lucha contra la herejía, las comunicaciones entre la Península, las Islas y África y los libros como objeto precioso para los ladrones de caminos.
La extensión del movimiento priscilianista en la Galia hizo que un obispo de Arles llamado Patroclo (†426), preocupado por ello, pidiera a un experto en la lucha contra esa herejía, el ya conocido Consencio, que escribiera contra ella. En principio, por tanto, San Agustín no estaba involucrado en ese escrito. Sin embargo, un monje, Frontón, que colaboraba con Consencio en la lucha contra los priscilianistas, llegó a Baleares y comentó detenidamente con Consencio la extensión de la herejía y la preocupación que suscitaba. Todo ello hizo que este último, además de atender la petición del obispo Patroclo, escribiera a San Agustín para resumirle la situación. 
Anfiteatro de Tarragona
Nos encontramos, por tanto, con dos envíos distintos, la Carta de Consencio a San Agustín, que llegó perfectamente a su destino y a la que contestó el santo, y un paquete secreto, al ir convenientemente sellado, con cartas, algunas de ellas commonitoria, es decir, específicas contra la herejía, y tres volúmenes que Consencio había escrito para el obispo Patroclo y que el monje Frontón le llevaría desde Tarraco. Por el prólogo sabemos que Consencio había firmado al menos uno de los tres volúmenes con pseudónimo herético y que ninguno llevaba su nombre real.
El paquete preparado por Consencio para enviarlo de las Baleares a Tarraco, destinado a Frontón, se había entregado al obispo Agapio. Arce recuerda que los obispos podían usar el cursus publicus, es decir, el sistema de comunicación protegido y, por ende, más seguro.  Frontón recibió en el paquete una carta en la que Consencio le daba el nombre de una señora, Severa, entre otros herejes citados en el mismo escrito. Cuando Frontón fue a visitarla, Severa le contó que el cabecilla de los priscilianistas de Tarraco, un tal Severo, había sufrido el asalto de unos bandoleros bárbaros al ir a visitar a su madre, que vivía fuera de la ciudad. La Tarraconense era teóricamente territorio bajo administración romana, por lo que estos encuentros no eran esperables. Este Severo llevaba unos códices, por supuesto heréticos, que los ladrones le arrebataron. Felices por lo que consideraban un valioso botín, los bárbaros fueron a venderlo a la cercana ciudad de Ilerda (Lérida), donde se encontraron con la desagradable sorpresa de que los libros eran heréticos y sus vidas estaban más en riesgo por ello que por robar en el camino. 
Un posible comprador, evidentemente una persona rica y con conocimientos de libros, al encontrarse con que no se trataba de obras de los autores clásicos, sino que contenían sortilegios y conjuros o invocaciones sospechosas (carmina magica), por los que su propietario podría ser muy duramente castigado, se lo advirtió y, posiblemente, les dio también una solución. Asustados, los ladrones llevaron los volúmenes a Sagittius, obispo entonces de la ciudad, para que dispusiera de ellos. 
La historia permite hacerse una idea de cómo era posible que gentes de distintos orígenes, aspectos y ocupaciones se movieran por una región que, en teoría, todavía era romana; pero que, en la práctica, era cruzada por grupos de bárbaros, más o menos amistosos. Resulta claro que tal cosa pudo ocurrir porque todos ellos se comunicaban en una lengua común, la latina, y porque se daban las circunstancias que permitían el movimiento de poblaciones de distintos orígenes en los espacios públicos. El papel central del libro en esta anécdota permite reconocerlo como un objeto valioso, objeto de deseo, sin duda, lo que implica un grado de formación literaria y de conocimientos librescos entre ciertas clases letradas, que disponían también de los medios económicos para formar sus propias bibliotecas.