Sunday, June 16, 2013

Nosotros

La brillante reacción de mis coterráneos tejanos ante la excelente interpretación que el niño Sebastián de la Cruz, vestido de charro, hizo del himno nacional (véase el video al final de esta página), me devuelve a esferas de esperanza. Me he sentido perfectamente representado por el alcalde de mi ciudad, San Antonio.
Tengo que decir primero que no me gusta lo del otro y los otros y, como soy filólogo, habré de dar, al menos, una brevísima introducción lingüística: el latín no añadía ese matiz a sus pronombres personales, ego, tu, nos, uos. Tampoco tenía un solo pronombre de tercera persona, sino que elegía entre varias posibilidades de acuerdo con los matices implicados. Es más, para expresar lo que no era uno, podía elegir entre otro de dos y otro de varios. Podía incluso marcarlo con hasta dos formas posibles de especificar la identidad: de ahí proceden precisamente esa palabra identidad y el demostrativo ése. Los romanos tenían clara conciencia lingüística de que eran uno entre muchos y que todos los demás eran tan distintos entre sí como ellos, por eso construyeron y unificaron un imperio de cuya cultura seguimos siendo hijos, tanto los árabes, como los llamados latinos o los occidentales. Porque negar la presencia del imperio romano de oriente (Bizancio) e incluso del de occidente (Roma) en la base de la cultura árabe es negar la evidencia histórica. En la cultura cristiana no hay otro, sino prójimo, que es una forma evolucionada de la palabra próximo, en latín proximus, que se podría traducir muy bien por algo así como “para o por el que somos”.  A veces la historia de las palabras nos ayuda mucho a entender nuestras propias desviaciones. Por eso conviene también recordar que, en cambio, lingüísticamente, los hombres han sido generalmente mucho menos tolerantes: el que no habla como yo, balbucea, bar-bar, es un bárbaro (un “extranjero”) o un beréber, que es lo mismo.
La noción de que una lengua es una representación del universo es una idea aceptable, que conviene desarrollar. La palabra refleja la percepción de un ser clasificado, categorizado por los hablantes. Mediante la palabra los hablantes no expresan el objeto como ser en sí, sino como “ser percibido”, como percepción. Cada objeto se percibe como un elemento de una clase, de una categoría. Dicho de otra manera, las palabras no crean el objeto como tal, pero lo reconocen como percibido, lo sitúan en una categoría y, como miembro de esa categoría, adquiere un lugar dentro de la estructura lingüística. Es posible reformular así un concepto fundamental en lingüística, el de valor. Los signos lingüísticos se definen por su relación con los otros con los que componen el sistema de cada lengua. El latín distinguía nos, uos, alter, uter, como signos distintos, el castellano amalgama en nosotros, vosotros.  El valor de nos, en latín, se definía por oposición a las otras tres formas (entre otras muchas). El valor de nosotros, en español, se define por oposición a vosotros, otros ya está integrado en ambos. Otras lenguas, como el árabe o el inglés, usan otros recursos. El principio de la mismidad, que diría Ortega, está vinculado en árabe a la palabra nafs, que también significa “alma”.
Charra salmantina, España.
La creencia de que hay un verdadero “carácter nacional” aplicable a grupos concretos de seres humanos de todos los tiempos resulta (como parece que dijo Mark Twain a propósito de la noticia de su muerte) muy exagerada. La desproporción subsiste si sólo se considera el conjunto de los representantes de un grupo que destacan, sean reales o personajes de las obras de creación literaria. Una interpretación más comedida es la que entiende esa constante como un elemento interpretativo más, junto a otros, y sólo adscrita al mundo contemporáneo cuando nos referimos a esa época. El factor común a las distintas versiones de esa teoría es que el carácter nacional (o mentalidad colectiva) se manifiesta a través de la expresión literaria. Por cierto, un factor que condiciona el rasgo de “fuertes” a ciertas lenguas es que hayan sabido crear una literatura con arquetipos de validez universal o por lo menos intemporal.
No hay nada genético en esa relativa constancia de los rasgos de la mentalidad colectiva. La sociedad que llamamos “nación” es, más que nada, un hecho estadístico. Simplemente resulta de la mayor probabilidad que tienen los individuos que la componen de relacionarse con todos los demás, por encima de la probabilidad de relacionarse con extranjeros. Como lo que importa es la relación, es fácil comprender que la mentalidad colectiva tenga mucho que ver con el hecho de que haya una lengua común. En el mundo occidental esa lengua tiende a ser el inglés. La fuerza del mundo hispánico se apoya en el español. El argumento lingüístico, como queda patente, no puede invertirse hasta el punto de concluir que toda lengua genera una nación. Es hasta demasiada la evidencia de que muchas naciones admiten varias lenguas en su territorio y los Estados Unidos pueden y deben ser un ejemplo mundial. Existen principios, visiones culturales y se simplifican, sobre todo, en estereotipos. Esos estereotipos dependen de las limitaciones culturales y personales de sus creadores y de la fuerza de la maquinaria cultural que los difunde. 
Charro de Salamanca, España.

Se llega a la realidad del estereotipo desde dos puntos distantes: la pretensión de concretar una cultura en un arquetipo que la represente, y la incapacidad de la máquina cultural de dar una imagen exacta de esa cultura y su arquetipo. El estereotipo no es tan sólido (eso es lo que significa stereós en griego, ‘sólido, duro, robusto’) como se ha podido decir o como muchos suponen, al basar su creencia en cómo es el mundo sobre ellos. Más bien habrá que tener en cuenta lo que afirmaba Ortega (Ideas y creencias) sobre las creencias, o sea, todo aquello que se acepta sin cuestionárselo: “No llegamos a ellas tras una faena de entendimiento, sino que operan en nuestro fondo cuando nos ponemos a pensar sobre algo”. Ese fondo que, por tanto, no es de ideas, sino de creencias, es lo que ha provocado la interpretación, por un mexicano-americano vestido de charro, del national anthem. Lo ha sacado de un estereotipo y lo ha colocado en otro.
La dimensión continua o creciente de los movimientos de población hacen que los Estados Unidos se vean sometidos continuamente a una cultura que lo es desde dentro, pero que también se renueva desde fuera. Quienes se consideran a sí mismos el núcleo auténtico del pueblo norteamericano no son sino inmigrantes, después de varias generaciones. Los auténticos “nativos” de la sociedad norteamericana constituyen sólo una minúscula minoría, mucho más preterida que la de los mexicanos y, luego, los demás hispanos.  Parte de esos hispanos procede de familias que estaban establecidas en los Estados Unidos desde el siglo XVIII e incluso antes. Muchas de esas familias, como los descendientes de canarios en San Antonio, se han fundido con familias de otros orígenes (anglos o alemanes), sin que hoy se las pueda diferenciar. A veces, sin embargo, reclaman su herencia española. Fue una tragedia cultural que la primera generación de braceros mexicanos, luego chicanos, perdiera su identidad al integrarse a la fuerza en el melting pot norteamericano. Pero es un drama que la nueva generación de latinos pretenda simultanear las dos identidades, la de origen y la de asentamiento. Las identidades modernas son el resultado de procesos de integración y asimilación (la conjunción copulativa es importante) producidos a lo largo de los últimos diez o menos siglos. 
Batalla de San Jacinto
Debe quedar claro que las integraciones deben ser recíprocas. Baste sólo una anécdota tejana. Las fiestas de la ciudad de San Antonio se celebran todos los años para conmemorar la batalla de San Jacinto, en la que, el 21 de abril de 1836, los anglos y los hispanos tejanos derrotaron a los mexicanos y propiciaron la independencia de Tejas. Pues bien, la celebración, verdaderamente multitudinaria, se denomina Fiesta, en español. Sus símbolos más característicos son mexicanos, así como mexicana es la comida más típica de Tejas.

Puede uno interrogarse sobre qué somos, para nosotros mismos, los habitantes de los Estados Unidos. ¿La herencia española me hace sentirme un tejano de quinientos años? ¿El traje de charro me resulta tan español como mexicano? ¿La reacción de ciertos grupos provoca en mí una oposición entre lo anglo y lo hispano? No son sólo preguntas personales. Con variantes, todos los tejanos podemos hacérnoslas, todos los americanos, incluso. Como diría Bertold Brecht, zu viele Frage, “demasiadas preguntas”.